Esta mañana he aterrizado en la antesala de la fecha subrayada durante tantos años en el calendario. El principio y el final se funden, y sólo queda un moribundo recuerdo que cada vez camina con más dudas, como si supiera que ya no tiene nada que hacer.
No te guardo rencor.
Miro hacia atrás y veo cómo mi camino no era más que una curva cerrada a la altura de tu despedida. Que lo único que me retuvo cuando me fui, era el vértigo a derrapar sin quitamiedos, sin freno y con ojos vendados.
Pero aceleré al cogerla, arrastrada por un abril que amenazaba con ser el más lluvioso de mi historia, y cuando el parabrisas me permitió ver, descubrí una incorporación a la carretera inesperada.
Él.
Miro hacia atrás y veo cómo mi camino no era más que una curva cerrada a la altura de tu despedida. Que lo único que me retuvo cuando me fui, era el vértigo a derrapar sin quitamiedos, sin freno y con ojos vendados.
Pero aceleré al cogerla, arrastrada por un abril que amenazaba con ser el más lluvioso de mi historia, y cuando el parabrisas me permitió ver, descubrí una incorporación a la carretera inesperada.
Él.
Con faros de larga distancia, calor y Maldita Nerea suave, acompañándonos en el viaje. Con su ingenua forma de hacer todas las mañanas más fáciles, de encontrar siempre el último suspiro bajo mi ombligo. De hacer que con él, siempre sea mejor.
No te guardo rencor.
Gracias a lo que fuiste, a lo que fuimos juntos, por abrir el mundo del lenguaje mudo. Gracias por apagar tú mismo tu luz, por soltarme la mano y dejar que la sorpresa rasgara en dos mi inocencia. Esta mañana he aterrizado en mi primer tropiezo con tu mirada; y lo he hecho mirando atrás, sonriendo, y cerrando la tapa de un libro que ya había leído.
Como quien revisa el último párrafo del epílogo, y decide no cambiar ni una coma. Como quien terminó de escribir una historia, y sabe que la vida le está esperando fuera. No te guardo rencor, pero me he lanzado a la luz con los ojos abiertos.
Y no me ha cegado.
Por Irene Cid Vega